martes, 10 de mayo de 2011

Restaurante chino

Esa tarde estaba siendo una de las más tediosas que recordaba, mi móvil no sonaba y nadie me dirigía la palabra. Parecía como si el mundo se hubiese confabulado en mi contra para hacerme saltar desde la azotea sucia de un edificio alto de ciudad.
Las nubes daban una falsa sensación de tranquilidad en el cielo azul brillante, y eso no hacía más que aumentar mis ganas de vomitar realidad. El trabajo se me acumulaba en la mesa de la oficina, las tazas usadas lo bañaban todo en café, los folios arrugados, la tinta esparcida, los correos sin leer, el agotamiento, las arrugas de la ropa usada durante toda la mañana, el impoluto desorden que impregnaba todo a un kilómetro a la redonda con epicentro en mí, todo, todo me parecía ahora tan vano y molesto como pudiera haberlo sido para una persona feliz un gato que decide colarse en casa y arrasarlo todo.
La tensión tenía en ese momento un extraño efecto en mí, era como si, en vez de localizarse en mi cuerpo, se hubiere arremolinado a mi alrededor, dejándome respirar, pero sin perder mi control. A pesar de que pudiera parecer derrotado, nunca quise mi mal, y en esta ocasión no iba a ser menos. Recogí mis cosas con toda la prisa que pude, me arreglé levemente la corbata y el pelo, conté el dinero que tenía en el bolsillo, y con una sutileza felina, me desvanecí por la puerta de mi despacho, que no olvidé de cerrar bien.
La calle no se veía diferente que desde la ventana, de hecho se veía mucho menos real, mucho menos tangible, mucho más volátil. Aún así hice caso omiso a los pálpitos de mi mente que me impulsaban a dejarlo todo y marcharme a ningún lugar, y me dirigí hacia el chino del final de la calle. Tardé al menos 10 minutos en poder avanzar entre sus puertas de imitación.
Todo dentro era prefabricado, todos los restaurantes chinos tienen los mismos muebles, el mismo olor, la misma comida, los mismos precios. Incluso son los mismo chinos los que trabajan en todos los restaurantes chinos del mundo, bueno, a excepción de los de China, y de los caros, claro. De todos modos, era MI restaurante chino; creo que de hecho que allí fue donde llevé por primera vez a cenar a mi ex-mujer, pero basta de sentimentalismos, esto no va de eso.
La camarera, con sus andares asiáticos, se acercó a mí con la liviandad y la sonrisa de quien no tiene miedo al miedo porque no sabe lo que es el miedo. Me preguntó de forma graciosa "¿Qué desea el señol?", y tras señalarle el mismo plato de siempre, se alejó con el pedido y los cubiertos que sobraban en la mesa.
Cuando uno de sus hermanos, maridos, mafiosos o lo que fuera que fuese aquel otro chino me dediqué a imaginar que era crítico de cocina:
"El bambú está un poco crudo. La salsa de soja demasiado intensa. El arroz no está en la cantidad indicada. La ternera no es fresca. Yo hubiera añadido algo de pimienta. Los palillos no son nuevos. Tengo la sensación de que el pan de gamba está reutilizado de lo que sobra de otras mesas...."
En fin, creo que no podía pedir nada más de un menú de 6 euros y 95 céntimos. El servicio seguía siendo automático, y tengo la corazonada de que, si hubieran podido elegirlo, aquella tarde no me hubieran atendido ni en el más necesitado de los bares de poca monta.
Sin embargo, era consciente de que todo aquello, toda esa parafernalia que colgaba de los andamios del teatro del mundo no eran más que producto de mi mente, de mis ojos y de mi maldito corazón punzado por el dolor que yo mismo me había infringido, y que, sin embargo, seguía aceptando a pesar de todo.
Después de ese, a mi parecer, desastroso primer plato, llegaron unos, en apariencia, estupendos fideos chinos.
Una vez más, y por segunda vez en menos de 10 minutos, se me presentó la oportunidad de volver a juzgar el trabajo que otro había puesto en mis narizes, pero, simplemente, no me apetecía. Y tras los fideos vino el helado frito que me tragué con disgusto.
Después de aproximadamente 20 minutos, me acerqué a la rasgada chinita que me había atendido al principio. Me rasqué las monedas del fondo del bolsillo y salí por la puerta arrastrando en mis suelas pegajosas el olor penetrante de comida china envasada, cual judío de camino a Auschwitz, en tapers de pseudo plástico que permiten en los aeropuertos.




Hísterica

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